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Una escritora de párrafos

  • Foto del escritor: Violeta Olivera
    Violeta Olivera
  • 24 ago
  • 6 Min. de lectura

Por Violeta Olivera.


Un tronco en Parque Saavedra, mi Regent's Park
Un tronco en Parque Saavedra, mi Regent's Park

Los textos de Virginia Woolf están cerca. No sólo porque en la historia de la literatura no pasó tanto tiempo desde el período en que ella escribió y nuestra época, sino también porque sus temas y sus formas parecen decirle al siglo XXI: acá no hay nada nuevo. Y aunque la cara meláncolica de Woolf estampa bolsas de tela y su nombre es una etiqueta canónica cool (de la literatura inglesa me gusta Woolf pero no me gusta Austen), estas semanas leí por primera vez Mrs Dalloway en inglés y sentí cómo el texto se alejaba y pedía que me acerque. Un poco porque estaba en su idioma original, pero también porque no lo podía leer desde la superficie sino que tenía que meter los dedos. Supongo que es lo que Barthes llama textos de placer y textos de goce. Los textos de placer me dejan contenta con lo que leí, los de goce me piden que los llame otra vez y que vuelvan a mi casa para tener otra oportunidad en la felicidad. Entonces, traduje los párrafos que más disfruté y menos entendí. Ya lo dijo Sarlo en el título de su libro póstumo, pero no viene mal repetirlo: ¡qué lindo es No Entender! Si no entendemos, tenemos el regalo de transitar el camino hacia entender. Y ahí, en ese recorrido por la mente nuestra, podemos ser felices. Casi tan felices como la señora Dalloway atravesando Londres en esa hermosa mañana de verano.


PD: Idea crítica: en el libro se atraviesan permanentemente espacios: la ciudad, la fiesta, los lugares que frecuentaban en el pasado. Alguien debe haber escrito sobre eso.


PD2: En la traducción noté que Woolf usa muchísimos adverbios, una cosa casi prohibida en nuestra escritura contemporánea. Es verdad igual que en inglés tienen más variedad y no están tan presos de los sufijos como nosotros.


Fragmentos


Bueno, tuve mi diversión; la tuve, pensó, mirando las canastas colgantes de geranios pálidos. Y estaba destrozada hasta los átomos –su diversión, porque la había inventado a la mitad, sabía bien; imaginado, esta escapada en la que la chica; inventada, como uno inventa las mejores partes de la vida, pensó él –inventándose a uno mismo; inventándola a ella; creando un entretenimiento hermoso, y algo más. Pero era extraño, y real; todo esto él no lo podía compartir –estaba destrozado en átomos (pg.58).


En toda su vida, ¡Peter nunca se había sentido tan feliz! Sin ninguna palabra lo habían arreglado. Caminaron hacia el lago. Tuvo veinte minutos de perfecta felicidad. Su voz, su risa, su vestido (que era algo flotante, blanco, carmesí), su espíritu, la aventura; ella hizo que todos descendiesen del barco y explorasen la isla; ella asustó a una gallina; ella se rió; ella cantó. Y todo el tiempo, él sabía perfectamente que Dalloway se estaba enamorando y ella se estaba enamorando de Dalloway; pero esto no parecía importar. Nada importaba. Se sentaron en el suelo y hablaron –él y Clarissa. Entraban y salían de la mente del otro sin esfuerzo. Y entonces, en un segundo se había terminado. Se dijo a sí mismo mientras subían de vuelta al barco, “Ella se va a casar con ese hombre”, sin emoción, sin ningún tipo de resentimiento; era una cosa obvia. Dalloway se iba a casar con Clarissa (pg.67).


Fue un verano extraordinario–todo cartas, escenas, telegramas– (pg.68).


¡No, no, no! ¡Él ya no estaba enamorado de ella! Sólo se sintió, después de verla esa mañana, entre sus tijeras y sedas, preparándose para la fiesta, incapaz de alejarse del pensamiento de ella; volvía y volvía como un durmiente que sacude el vagón de un tren; eso no era estar enamorado, obviamente; era pensar en ella, criticarla, volver a empezar, después de treinta años, intentar explicarla (pg.81). 


Clarissa siempre había dicho que ella no le caía bien a Lady Bruton. De hecho, Lady Bruton tenía la reputación de interesarse más en la política que en las personas; de hablar como un hombre; de haber estado involucrada en un escándalo de los años ochenta que estaba comenzando a ser mencionado en las autobiografías. En su sala de estar había un hueco, y una mesa en ese hueco, y sobre esa mesa una fotografía del General Sir Talbot Moore, ahora muerto, que había escrito ahí (una tarde en los años ochenta) en la presencia de Lady Bruton, con su conocimiento, quizás siguiendo su consejo, un telegrama que ordenaba a las tropas británicas avanzar hacia un hecho que quedaría en la historia (ella guardó la lapicera y contó la historia). Entonces, cuando decía de forma despreocupada “¿Cómo está Clarissa?” los maridos tenían dificultad en persuadir a sus esposas y, ciertamente, aunque fueran devotos a ellas, secretamente dudaban de sí mismos, de su interés en las mujeres que a menudo se interponían en el camino, impedían que recibiesen cartas en el extranjero, y debían ser llevadas al mar en medio de la temporada para recuperarse de una gripe. Sin embargo su pregunta “¿Cómo está Clarissa?” era conocida por las mujeres de forma infalible como una señal de alguien que deseaba el bien, de una compañía casi silenciosa, cuyas declaraciones (quizás media docena en el curso de una vida) eran el signo de una camaradería femenina que pasaba por debajo de los almuerzos masculinos y unían a Lady Bruton y a Mrs. Dalloway, que casi ni se encontraban, y cuando lo hacían parecían indiferentes e incluso casi hostiles, en un vínculo singular//particular (pg.113). 


Un ser constituido de forma tan distinta a sí misma, con tal dominio del lenguaje; capaz de decir las cosas como a los editores les gusta; tenía pasiones que uno no podía llamar simplemente codicia. Lady Bruton muchas veces suspendía su juicio sobre los hombres por el misterioso acorde en el que ellos, y no las mujeres, se paraban ante las leyes del universo; sabían cómo decir las cosas; sabían qué se había dicho; entonces si Richard le había aconsejado, y Hugh le había escrito, estaba segura que de alguna forma estaba en lo correcto (pg.117). 


Y se alejaron cada vez más de ella, atados por un hilo (desde que habían almorzado con ella) que se extendía y se extendía, volviéndose cada vez más fino a medida que caminaban a través de Londres; como si los amigos estuviesen unidos al cuerpo de uno después de haber tomado el almuerzo, por un fino hilo, que (mientras ella dormitaba allí) se volvía brumoso con el sonido de las campanas que marcaban la hora o llamaban el servicio, como el hilo de una tela de araña cargado de gotas de lluvia, que, pesado, se dobla.  (pg.120)


Pero–pero–¿por qué se sentía de pronto, sin ninguna razón que pudiese distinguir, desesperadamente infeliz? Como alguien que deja caer un grano de perla o diamante en el césped y separa los tallos altos con cuidado, para este lado y el otro, y busca acá y allá en vano, y por último lo espía ahí entre las raíces, entonces fue entre una cosa y la otra; no, no era Sally Serton diciendo a Richard que él no estaría nunca en el gabinete porque tenía un cerebro de segunda clase (ese recuerdo volvía a ella); no, no le importaba eso; tampoco tenía que ver con Elizabeth ni Doris Kilman. Era una sensación, una sensación desagradable, temprano en el día quizás; algo que Peter había dicho, combinado con una depresión propia, en su cuarto, sacándose el sombrero; y lo que Richard había dicho se había sumado a eso, pero ¿qué era lo que había dicho? Ahí estaban las rosas que él le había regalado. ¡Sus fiestas! ¡Eso era! ¡Sus fiestas! Ambos, Richard y Peter, la criticaban injustamente, se reían de ella inmerecidamente, por sus fiestas. ¡Eso era! ¡Eso era! (pg.129)


“¡Qué encantador verte!”, dijo Clarissa. Le decía eso a todos. ¡Qué encantador verte! Estaba en su peor estado –efusiva, insincera. Era un error haber venido. Debería haberse quedado en su casa y leer su libro, pensó Peter Walsh; debería haber ido al teatro; debería haberse quedado en casa, ya que no conocía a nadie (pg.181).


Cada vez que hacía una fiesta tenía la sensación de ser otra cosa que no era ella misma, y que todos eran de una forma irreales; mucho más reales de otra. Era, pensaba, en parte por sus ropas, por estar fuera de sus modos ordinarios, por el ambiente, era posible decir cosas que no podías decir de cualquier otra manera, cosas que necesitaban un esfuerzo; era posible ir mucho más profundo (pg.182). 


¿No somos todos acaso prisioneros? Había leído una obra hermosa de teatro sobre un hombre que rasguñaba la pared de su celda, y ella había sentido que esa era la verdad de la vida –uno rasguñaba la pared. Las relaciones humanas la desesperaban (las personas eran tan difíciles), iba entonces al jardín y tomaba de sus flores una paz que los hombres y las mujeres nunca le daban. Pero no; a él no le gustaban los repollos; él prefería a los seres humanos, dijo Peter. De hecho, los jóvenes eran hermosos, Sally dijo, mirando a Elizabeth cruzar la habitación. ¡Qué diferente de Clarissa a su edad! ¿Podía hacer algo con ella? Ella no abriría sus labios. No mucho, no todavía, Peter admitió. Ella era como un lirio, dijo Sally, un lirio al lado de un estanque. Pero Peter no estaba de acuerdo con que no sabemos nada. Sabemos todo, dijo; al menos él sabía todo (pg.206).


Referencia

Woolf, Virginia. Mrs Dalloway. Picador: New York, 1925.

 
 
 

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