Todo el tiempo he de aprovechar
- Violeta Olivera
- 12 jul
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 13 jul
Primera lectura de nuestro nuevo libro Viaje a Brasil
Por Josefina Gómez

El barrio en el que nos quedamos en Rio se llama Botafogo. Es especial y es barato. Le recomendamos a nuestras amigas y compatriotas un bar que se llama Chanchada a unas cuadras de casa. El cartel está escrito en una cursiva desprolija de un tono de azul muy oscuro que en Brasil no existe en la naturaleza. Ellas van a comer y nos llaman en la mitad de nuestra cena de queijo, huevo y zanahoria. Les decimos que las pasamos a buscar y vamos todas juntas desde ahí. Nosotras nos demoramos y ellas nos esperan. Caminamos por la acera al costado de un paso nivel o un túnel de luces blancas que nos asusta. No hay gente en esa parte de la calle. Sólo el sonido de nuestras skippies negras de plástico y las manos húmedas que nos damos para acelerar el trote. Hacen treinta grados y es de noche pero todavía es temprano. Cuando llegamos hay gente afuera y un bullicio permanente, que como está en otro idioma para mí ese sonido no es ruido, es una posibilidad. Entramos al bar y en la barra están sentadas Cle y Viole. Las demás se fueron y nos encontramos con ellas ahí. La promesa de la noche es ir a tomar cachaça a Lapa en un bunker de Lula. Lapa es el centro y es feo, es donde están los edificios grandes, viejos, los bancos, algunos museos. A mi me encanta porque me hace pensar en el microcentro de nuestra ciudad y en la Plaza de Mayo. Viole está vestida como no la había visto nunca antes: en corpiño y con una tela débil encima, gris, perlada. Tiene el pelo atado en un rodete lleno de rulos rubios y los labios rojos de un tono que está en casi todas las cosas naturales de Brasil. Me acuerdo de la noche anterior en la que llegamos con Beni a otro bar de un estilo mucho más kitsch y Viole estaba con un vestido de red largo hasta los pies y sandalias. Tomamos cerveza en vasos pequeños y hablamos de la emoción de estar ahí, por primera vez y ahora juntas. Vuelta a la barra del bar, ellas pagaron y afuera nos esperaba un coche camino a Lapa. El conductor fue en contramano por varias cuadras y eso se repitió durante todo el viaje. Los coches embisten el cemento, la arena, el verde. La aventura sobre el miedo y el miedo sobre la aventura, de eso se trata. Pagamos el viaje con moneditas y después la amiga española de las chicas me invitó un vaso de plástico miniatura con cachaça de leche de coco que no pude terminar. “Pequeño pero matón”, decía ella. En “Rio es un estado de ánimo”, Hebe Uhart repite como un leit motiv a lo largo del texto: Río exhibe todo. Pienso que algo de esa sensación de vitrina infinita, ventanal brillante, pasión, es lo que conquistó a Violeta para, ese mismo año, seis meses más tarde, emigrar a Brasil. Esta vez, 400 kilómetros al sur de Río de Janeiro, San Pablo, la ciudad de Campinas. Me acuerdo de un chat de Whatsapp en septiembre y una foto que me mandó Viole usando musculosa, short Adidas, tomando coca zero con pajita y leyendo en la compu. Después, imágenes de una biblioteca de arquitectura brutalista y un proyector en el aula para presentar la clase. La bandeja de acero del comedor universitario con pan, porotos, frutas, alguna hoja verde. De ese repertorio personal e íntimo, de ese exilio voluntario, nace Viaje a Brasil. Un libro de cuentos escritos con la potencia artesanal del herrero que forja la espada al fuego vivo. El impulso de una chica por aprovechar la vida. Ganar plata. Tener una amiga nueva que se desdobla en una, que provoca un deseo. La noche. El recuerdo de la noche, las noches y los días que pasan. Las imágenes del sexo y las fiestas. Un toro en un rodeo mecánico, artificial. El libro de Violeta se sirve del “idioma de los jóvenes que están lejos de casa” para armar un campo semántico de la ida y de la vuelta. Su búsqueda por encontrar, en su propia huída, el espacio para narrar, se abre paso en las distintas voces de los tres cuentos que recomponen, de algún modo, un cuerpo que está fragmentado, escindido entre dos tierras. La prosa de las chicas que suben al avión de la fantasía, con el texto y el rouge en la cartera, se despliega en la escritura de Viole con la frescura de la década de los veinte años, la valentía del traslado y el miedo de lo que queda atrás. Esto es general y particular. Es un relato de viaje pero también es una forma de pensar los días en la vida. Así, entonces, el lenguaje, los pequeños vasos -copos- de vidrio para tomar cerveza, la transpiración, los encuentros furtivos de sexo a la noche, la lengua, lo extranjero, las madres por el teléfono, el cuarto compartido, los niños con chocolatada seca en la comisura de los labios, son las piezas centrales de este libro. Es como si la autora encontrara el problema en la costa húmeda que se abre paso entre las dos lenguas: antes de la idea, antes del baile, antes del error, la traducción.


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